La muerte, lo único seguro, llega a preguntarse cómo sería vivir en la incertidumbre.
En Un sueño de viento y arena, dirigida por Luis Eduardo Martínez e interpretada por Vanina Carrasco junto a Pablo Nicolás Otal, la escena se convierte en un territorio entre lo real y lo onírico. La arena es tiempo, el viento es tránsito, y la muerte —presente desde el inicio— se vuelve guía, narradora y testigo de un mundo que la excede. Pero también, por momentos, un ser que duda, que desea, que se pregunta qué pasaría si pudiera sentir.
La puesta es precisa, minuciosa, artesanal. Los títeres conviven con los cuerpos de los actores en una danza donde nada está librado al azar. Cada movimiento tiene peso, cada pausa respira. El trabajo actoral es de una concentración admirable: la energía nunca decae y el pulso poético se sostiene con una naturalidad hipnótica.
Lo que podría ser solo una fábula visual se convierte en una experiencia existencial. Hay belleza, pero también desasosiego; hay ternura y vacío. Todo ocurre en un espacio suspendido, donde la materia cobra vida y lo invisible adquiere forma.
Un sueño de viento y arena propone un teatro que piensa y siente a la vez. Es una reflexión sobre el límite —entre lo vivo y lo muerto, lo que se mueve y lo que permanece—, construida con la delicadeza de quien sabe que cada grano de arena puede ser una historia.
Una obra que, sin levantar la voz, deja una huella profunda.