En El último gol de Sáenz Peña, un padre y su hija, Pata y Julia, esperan a un amigo de él, Oscar, a quien no ven hace mucho tiempo, en una cancha de fútbol que ya no lo es. Ese club de barrio había sido hogar de un equipo que nunca ganó, pero una vez estuvo cerca de hacerlo. Con cal aún visible, restos que delatan el abandono y el tiempo que pasó, los amigos se reencuentran y evocan un pasado que les dio felicidad.
En este potrero de Burzaco, Oscar le comparte su sueño e ilusión a Pata: que patee un penal que erró en 1989. A partir de este gesto, Paula Marrón presenta personajes que deben enfrentarse al paso del tiempo, a la fragilidad del cuerpo y el deseo de recordar a los amigos, y revivir la felicidad antes compartida. Volver al barrio, es también volver a todos ellos, a todo el equipo de Veteranos de Sáenz Peña, que se hace presente en camisetas, un chango que las lleva, canciones y recuerdos.
La obra se pregunta, con ternura y sin solemnidad, qué significa llegar al final. ¿Es mejor morir de golpe o saber que el final se acerca? En las charlas entre padre, hija y amigo se cuelan esas preguntas que no tienen respuesta, pero que invitan a mirar la vida desde otro lugar: no desde la pérdida, sino desde el tiempo que aún queda. Marrón convierte el penal en una metáfora del tiempo: un instante que condensa todo lo que pudo ser. En la conversación sobre la muerte, se filtran la amistad y el deseo de seguir jugando, aun cuando el cuerpo ya no responde igual.
Desde la sencillez dramática y de la puesta en escena, El último gol de Sáenz Peña evoca un mundo que resuena en quien la mire: la amistad, el fútbol, el barrio, el paso del tiempo, los recuerdos. Desde esa simpleza, y a través de la nostalgia que atraviesa mensaje, la obra construye una poética donde lo pequeño adquiere espesor y lo cotidiano se vuelve trascendente. Tal vez, al final, lo que importa sea estar con quienes uno quiere en el momento presente y, allí, ser feliz.